5 nov 2008

Economía
1 de abril de 2008
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Talleres textiles clandestinos

Esclavitud fashion

Por Jorge Devincenzi y Gustavo Torres, especial para Causa Popular

De Adidas a Duffour y de Kosiuko a Levis. Argentina no escapa a lo que sucede en tantos lugares del mundo en los que empresas-emblema de la modernidad abaratan costos apelando a nuevas formas de esclavitud. La tragedia ocurrida en Buenos Aires, cuando seis obreros murieron en el incendio de un taller clandestino, desnudó apenas parte de un modelo de producción: con 30 mil personas trabajando en el conurbano 18 horas por día a cincuenta centavos la prenda, con miles de talleres a menudo ocultos en los mismos espacios de pobreza en los que hay ganarse el silencio de policías y traficantes.
Subnotas
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El asunto comenzó a hacerse público en 2000, cuando inmigrantes bolivianos denunciaron malos tratos y golpes en sus lugares de trabajo, dentro del barrio entonces conocido como Coreatown, en Cobo y Curapaligüe. “Trabajamos 15 horas diarias y comemos desperdicios”, revelaba por entonces Henry Carlos Chambi, natural de Oruro, en la Defensoría del Pueblo de la Ciudad.

Fue un aviso que nadie escuchó, hasta que el 30 de marzo de 2006 seis obreros murieron calcinados en un taller textil clandestino en la calle Luis Viale, entre Caballito y La Paternal. En ese lugar, quince familias trabajaban encerradas bajo llave, de 16 a 18 horas diarias, casi sin descanso, aspirando el polvillo que cualquier ex vecino de la Grafa podría reconocer de inmediato. Cobraban $ 0.80 por jean terminado para un negocio de la avenida Avellaneda. La tragedia desnudó una situación generalizada.

"Aquí mismo, en Flores, Quilmes o Mar del Plata, miles de personas trabajan en condiciones serviles en la actividad textil"No hace falta recurrir a las noticias provenientes de Foggia, en la Apulia italiana, donde en septiembre pasado desaparecieron cien polacos que, “flexibilizados” en su país, trabajaban en condiciones inhumanas luego de reemplazar a marroquíes tan ilegales como ellos en la recolección de tomate. Ni a la maquila mexicana, o al envasado de pimpollos en Colombia. La precarización laboral ha multiplicado el trabajo forzado y el infantil, escondidos bajo eufemismos -“informalidad” o “en negro”- en todo el mundo.

Aquí mismo, en Flores, Quilmes o Mar del Plata, miles de personas -muchas de ellas inmigrantes de países limítrofes- trabajan en condiciones serviles en la actividad textil, la construcción, la horticultura, el fileteado de pescado, la confección de calzado, el transporte.

Varios millones trabajan en negro en empresas constituidas legalmente, cuyos responsables suelen argumentar: “Si pagamos salarios en blanco, con cargas sociales, quedamos fuera del mercado”. Parte del trabajo “informal” hace a un sistema de producción oculto, basado en el tráfico de personas indocumentadas, en relación de servidumbre, atados a la máquina. No existen cifras confiables sobre su magnitud, pero algunos creen que el valor de ese trabajo podría aproximarse al 50% del PBI oficial.

¿Cuántos son? Para la Cooperativa La Alameda, unas 30 mil personas estarían trabajando en estas condiciones en el Gran Buenos Aires y en todo el país existirían unos 10 mil talleres que pagan salarios netos de 400 pesos mensuales en jornadas de hasta 18 horas. Según Héctor Kolodny, director ejecutivo de la Cámara Industrial Argentina de la Indumentaria (CIAI), sería “la mitad de los 165 mil trabajadores que emplea la cadena textil”.

El hacinamiento y la mala alimentación producen anemia, y por el polvillo acumulado en el ambiente, frecuentes casos de tuberculosis y otras enfermedades pulmonares. En agosto pasado falleció en el hospital Muñiz el costurero Diego Aruquipa, natural de Bolivia, de 19 años de edad. Tenía tuberculosis agravada por una neumonía. Trabajaba en un taller clandestino en Chivilcoy 630. Cobraba entre 50 y 70 centavos por prenda. La empresa argumentó no tener ninguna responsabilidad en el hecho.

A destajo

El trabajo a destajo, a fason o façon, existe desde principios del siglo XX en nuestro país, sobre todo en la actividad textil, pero también en el calzado (aparadores).

No era muy numeroso sino marginal, porque las fábricas demandaban trabajo con salarios por convenios, y existía una desocupación estable del 6%. Durante un tiempo se lo alentó (la Fundación Eva Perón entregaba máquinas de coser en los ‘50), con la idea de fomentar la creación de pequeñas empresas familiares, o para “ayudar” en el ingreso principal. Desde fines de los 70, como se sabe, las cosas comenzaron a cambiar. Desaparecieron las grandes textiles: Grafa, Sudamtex, entre muchas otras, mientras los sindicatos miraban para otro lado y los sectores medios se extasiaban con su nuevo poder de compra.

Los edificios abandonados se convirtieron en supermercados. La desocupación se quintuplicó, y el trabajo en negro terminó abarcando al 50% de la masa laboral. Esto llevó a generar nuevos modos de supervivencia en la población excluida, que reprodujo las condiciones de organización del nuevo modelo que reemplazaba al capitalismo industrial: el país trucho.

Algunos de esos infinitos circuitos laborales abastecen a, se sirven de, son utilizados por la sociedad inclusiva; otros, por el contrario, circulan en el interior de la propia exclusión, tienen sus propias reglas, llevan hasta la exasperación la explotación de unos pobres contra otros no menos pobres. En este sentido, los grandes espectáculos de la cumbia villera y los de los pastores salvacionistas, los talleres textiles con mano de obra servil, los circuitos ilegales de droga y prostitución, el cartoneo, para nombrar solo a unos pocos, participan de una misma malformación.

Según el médico Félix Zapata, dirigente de la comunidad boliviana en Argentina, “En la ciudad de Buenos Aires hay unos 5000 talleres y en 200 de ellos las condiciones laborales son equivalentes al trabajo servil”. Para Gustavo Vera, titular de la Cooperativa La Alameda, que denunció las actividades ilegales de varias conocidas marcas de productos textiles, “habría un mínimo de 10.000 talleres” funcionando en esas condiciones dentro del Gran Buenos Aires”.

De la máquina al escaparate

¿Cómo satisfacer el consumo de multitudes con salarios de pobreza de modo de hacerlas sentir parte de la cosa? ¿Cómo combatir la adicción al consumo en una sociedad organizada alrededor del consumo? Hoy no es problema producir. Sobra tecnología y mano de obra barata. Lo difícil es vender.

Estructurada alrededor de los sacrosantos mercados, la economía asiste a un fenómeno según el cual un portal de Internet, una marca o una cadena de comercialización tienen un valor de mercado mayor que una fábrica de acero.

Los países luchan por materias primas, por patentes y por marcas. Mientras los conocimientos científicos se privatizan, los grupos humanos se reconocen, se identifican, por marcas comerciales. No es nuevo: lo nuevo es que ahora es masivo. Y esa masividad, aunque suene contradictorio, incluye a los excluidos.

Las marcas tienen atributos construidos por la publicidad: la imagen del Che puede servir para vender Speedy. Martín Churba bautiza “Bajoflores” a su colección pop de ropa para consumo exclusivo, reivindicando los olores, sabores, música del pueblo boliviano.

Shell promociona deportes al aire libre para los habitantes de Villa Inflamable, en Dock Sud. La principal exigencia: que figure la marca.

La marca se deslocalizó. Si antes Express identificaba a unas galletitas producidas por Terrabusi, hoy esa fábrica ya no existe, pero las marcas sobreviven convertidas en bienes intangibles y simbólicos cuyo valor de mercado está determinado por el volumen de ventas esperado.

El consumo es la palabra mágica. No se consume, no se existe. Y en la infinita creación de nuevas necesidades, no se consumen productos sino marcas, identificaciones. Y lo que primero fue una simple apelación del marketing (el consumo estratificado, dirigido a sectores muy exclusivos) cedió frente a la propia naturaleza del dominio de mercado.

En un momento dado, los grandes fabricantes (Microsoft, por ejemplo) se vieron perjudicados por las adulteraciones, por los genéricos y los clones. Diez años atrás, el sudeste asiático y China eran el paraíso de las falsificaciones de hardware.

¿Cómo dominar ese mercado? Comprando a los falsificadores su porción de mercado y convirtiéndolos en parte del negocio, sin anular la ilusión de estar comprando un producto no-original, pero más económico. Hoy en día, es muy probable que el producto genuino y el falsificado provengan de la misma planta en Malasia. Si una marca no domina el mercado, dos o tres marcas, del mismo producto, sí pueden hacerlo. Por eso aparecen las segundas y terceras marcas.

En el consumo masivo, el costo final del producto se va acercando paulatinamente a cero. Al fin y al cabo, el principal obstáculo (el valor del trabajo) ya es manejable o irrelevante, y las materias primas se obtienen en los países de la periferia a precios de regalo. A mediados de los 90 también comienza el proceso de deslocalización: un call-center en Buenos Aires o Córdoba atiende quejas de usuarios con domicilio en Chicago y Nueva Delhi. Las cajitas felices de los MacDonald’s de España son armadas por niños que trabajan en China por la comida. Un ingeniero teledirige, desde California, una planta de armado de chips en Vietnam.

Este proceso permite tanto que un grupo de diputruchos dé quórum para desnacionalizar Gas del Estado como que un par de zapatillas Nike cueste 400 pesos en Alto Palermo y 15 en La Salada, en 800 puestos del Mercado Central, en Plaza Once, El Galpón de Retiro, su similar en Pilar, dos centros de distribución en José C. Paz y el resto de los escaparates de la Argentina trucha.

Puede ser el mismo artículo, del mismo fabricante, y producido por los mismos obreros que ganan 4 pesos por día en una jornada de 16 horas. Y es posible por uno de los milagros de la globalización: -Allá ganaba un peso diario. Aquí gano cuatro- explicó un inmigrante boliviano atado a uno de esos talleres semi-clandestinos.

En ese paraíso de 4 pesos diarios, Nike tiene asegurado su lugar en las góndolas, desde el Patio Bullrich a La Salada.

A medio camino

Algunos críticos de la globalización (Holloway, o Maristella Svampa en nuestro medio) han puesto pie en esos circuitos clandestinos que se desarrollan en el interior de la propia exclusión, para plantear la necesidad de construir un contrapoder. Desestiman la capacidad del Estado para poner un freno a ese proceso, aunque en el pasado coincidieron -acaso sin querer- con el neoliberalismo en estigmatizarlo, creyendo que existe una “alternativa independiente” (frase de otra época, aggiornada), porque el Estado ya no tiene razón de ser sino para profundizar las condiciones de explotación. Otros la critican desde una perspectiva ética, y apelan al consumo consciente.

En “No-Logo”, Naomi Klein sostiene: “El origen de las zapatillas Nike son los infames talleres de Vietnam; el de las ropitas de la muñeca Barbie, el trabajo de los niños de Sumatra; el de los cafés capuchinos de Starbuck en los cafetales ardientes de Guatemala y el del petróleo de Shell en las miserables aldeas del delta del Níger”. No sólo en Vietnam: esos talleres infames también existen en Argentina, produciendo las mismas Nike que en todo el mundo constituyen el mismo imaginario social.

Los últimos años de la Argentina vienen demostrando que la pasividad y el retiro del Estado fueron una política activa, de una inacción mortífera, y que es posible cambiar esta dirección. Todo eso en medio de un panorama caótico de delegación de facultades, controles inexistentes, feudalización de áreas, leyes contradictorias, superposición de atribuciones y vacío legislativo.

Los funcionarios se enteran por los medios cuando una tragedia obliga a tomar medidas, o a aparentarlo. Menudean los “megaoperativos” de control. Habría que preguntarse si actúan como solidarios bomberos que corren detrás de incendios generalizados, o si la cuestión es que carecen de una función concreta aunque llenen casilleros con nombres pomposos: ministro de, secretario de, subdirector de, etc.

Un ejemplo entre tantos otros lo ofrece la ciudad de Buenos Aires. El artículo 44 de su Constitución (considerada por los especialistas una de las más progresistas que se conocen) establece que su “poder de policía del trabajo es irrenunciable”. Tiene una subsecretaría que se encarga del tema, dependiente del ministerio de la Producción, y una dirección general. Pero la política laboral la determina y controla el ministerio de Trabajo de la Nación. A los efectos prácticos, la subsecretaría carece hoy de funciones específicas: quizás las tenga en el futuro.

Tal como sucede con los accidentes en las rutas, antes de lo de Luis Viale el trabajo servil no existía, era un fenómeno africano que cada tanto aparecía en el canal Discovery.

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